El reciente caso reportado por la Fuerza Especial de Lucha Contra el Crimen (FELCC), en el que tres jóvenes fueron interceptadas cuando intentaban cruzar la frontera hacia la localidad peruana de San Jorge de Putina, constituye una alerta importante sobre los mecanismos actuales de prevención, detección y atención frente a la trata de personas en Bolivia.
Según el informe policial, una de las jóvenes, de 18 años, habría viajado previamente a ese destino y, en esta ocasión, habría persuadido a otras dos mujeres —de 18 y 22 años— para trasladarse con el aparente propósito de trabajar como “damas de compañía”, una expresión que, aunque común en el discurso policial o mediático, suele ocultar realidades vinculadas con la explotación sexual. En este contexto, se evidenció que al menos una de las jóvenes desconocía el objetivo real del viaje, lo que constituye un indicio claro de manipulación y posible captación bajo engaño, uno de los elementos esenciales para configurar el delito de trata de personas, según la Ley 263 Integral contra la Trata y Tráfico de Personas de Bolivia.
Este hecho visibiliza dos dimensiones fundamentales del fenómeno de la trata: primero, la posibilidad de que las propias víctimas o personas ya sometidas a explotación sean utilizadas para captar a otras mujeres, lo que complica los procesos de identificación y pone en evidencia la sofisticación de los mecanismos de reclutamiento. Segundo, la situación de vulnerabilidad estructural que viven muchas jóvenes, donde la precariedad económica, la falta de oportunidades y la desinformación las convierte en blanco fácil de redes que operan en zonas fronterizas.
La reacción de las autoridades policiales fue oportuna en términos de prevención, gracias a una observación conductual en el punto de control. Sin embargo, esta actuación debe ser complementada con protocolos interinstitucionales sólidos para garantizar que el abordaje no sea exclusivamente punitivo, sino también centrado en los derechos humanos, especialmente el principio de no criminalización de las víctimas.
Además, es imprescindible que las autoridades migratorias y policiales fronterizas cuenten con formación especializada, enfoque de género y capacidades técnicas para identificar signos de captación y coerción, que muchas veces se manifiestan de forma sutil y no violenta. La falta de información de las jóvenes sobre su destino, la ausencia de contactos verificables y la inexistencia de garantías laborales son señales recurrentes que deben ser consideradas como indicadores de riesgo, no como presunciones de culpabilidad.
Por otro lado, la articulación con países vecinos —como se menciona en el reporte— es esencial, pero no debe limitarse a operativos policiales, sino también a acuerdos binacionales en materia de protección de víctimas, asistencia consular oportuna y reintegración social con enfoque restaurativo.
Finalmente, este caso debe mover a la reflexión pública y estatal sobre la necesidad de fortalecer las campañas de prevención que lleguen a comunidades rurales, periurbanas y fronterizas, con mensajes claros sobre los riesgos de falsas ofertas laborales y mecanismos seguros de migración. Es responsabilidad del Estado garantizar que ningún joven boliviano o boliviana tenga que aceptar condiciones inciertas para buscar una oportunidad de vida.